Porteño y cordobés: choque de melodías
Siempre me han fascinado los acentos del español argentino. Cada región tiene su propio ritmo, su color y su carácter. Entre todos, hay dos que siempre me llaman la atención: el porteño, con su aire urbano y acelerado, y el cordobés, con esa entonación cantada que parece un chiste en sí misma. Para ilustrar sus diferencias, voy a contar una anécdota que viví hace un tiempo en un viaje al centro del país.
Todo empezó en un colectivo rumbo a las sierras. Martín, porteño de pura cepa, se sentó al lado de un tipo que tarareaba un cuarteto mientras miraba el paisaje.
—¿Che, este bondi llega a Carlos Paz? —Preguntó Martín.
—¡Ma’ sí, chango! Pero te conviene bajar en la rotonda, ¿sabe’? —Respondió el otro, con ese cantito inconfundible que sube y baja como si bailara solo.
Martín sonrió. No entendía si el cordobés le estaba dando indicaciones o contando un chiste. Cada frase parecía terminar con una carcajada invisible.
—Sos de Córdoba, ¿no? —preguntó.
—¡Eeeeso! ¿Y vos de Bueeeenos Aiiires, che? ¡Se te nota en la cara y en el “shhh”!
El porteño se rió. Sabía que su yeísmo rehilado —ese “sh” de calle y pollo— lo delataba. Pero también le encantaba cómo los cordobeses alargaban las sílabas como si tuvieran todo el tiempo del mundo.
Durante el viaje, compararon palabras:
—Allá decimos bondi, laburo, mina…
—Nosotros también, pero con más gracia, ¡mirá vos! —bromeó el cordobés.
Al final del recorrido, cuando el colectivo frenó, el cordobés le dijo:
—Bueno, loco, ¡que tenga buen viaje, shé!
—Gracias, culiau —respondió Martín, imitando el tono.
Ambos rieron. Porque si algo une a los acentos argentinos, más allá de sus diferencias, es la capacidad de reírse del propio modo de hablar
Elina Chifani

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